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domingo, 29 de marzo de 2009

MANIGUA

Entropía está a punto de lanzar la primera novela de Carlos Ríos (Santa Teresita, 1967). Como para que no los coma la ansiedad, van unos capítulos que dejan con ganas de más:

19

Ubicada en una planicie, la ciudad parecía desmentirse a sí misma. Se hizo tan pequeña que podíamos levantarla en brazos. Tócala, dijo la mujer, y puse la mano en lo que parecía el hombro de una estatua o la columna de un edificio. El cartón estaba mojado. Apolon le preguntó a la mujer dónde estaba la verdadera ciudad. Hay indicios por aquí y por allá, dijo ella. ¿Y las vacas?, pregunté. Las llevan todos los días a pastar, en un prado que queda a unos cincuenta kilómetros, cerca del río. ¿Y por qué llevarlas tan lejos? ¿No pueden dejarlas ahí? No, no, dijo la mujer, otros clanes se las llevarían. ¿Y no pueden traer el agua a la ciudad? Es muy difícil, dijo ella, y puso en el piso lo que minutos atrás me había parecido una enorme escalera. Los habitantes de la ciudad intentaron traer el agua en estos tubos de cartón, pero ya ves. Se mojan y el agua queda embebida en ellos. ¿Y desde cuándo hacen esto? No sé. Dos, tres años. Aunque saben que no funciona, siguen intentándolo. Nunca dejan a las vacas sin agua. Es el reglamento de nuestro clan.

29

Antes de partir a la ciudad, Donise Kangoro me insultó. Dijo: Es una costumbre de nuestro clan decir barbaridades para augurar éxito a cualquiera en su viaje. Puso su mano en mi frente y gritó: ¡Hijo de un imbécil que bajó de la montaña descalzo y la subió con zapatos ajustados! ¡Peste de pies y manos! ¡Nunca regreses! Dicho esto, desapareció entre la muchedumbre. Pero días antes, comentó Apolon a su hermano, le pregunté por su hija. El ciego le dijo que sólo la había visto tres veces en su vida. Le pregunté su nombre. No lo sé, dijo. Tengo trece hijas y no recuerdo el nombre de ninguna de ellas. Tampoco de sus madres. Cada tanto aparece una mujer que dice ser mi hija. Le doy algo de comer y se va. El hermano de Apolon lanzó una carcajada y en el techo de paja del hospital se escuchó un revolotear de alas. Esa mujer, me dijo en un tono profético, esa mujer robó el animal de tu cuerpo para siempre.