En los ritos de pasaje practicados por las comunidades Orokaiva, en Nueva Guinea, los niños que van a ser iniciados, varones y niñas, son primero amenazados por adultos que se agazapan tras los arbustos. Los intrusos, que se supone son espíritus, persiguen a los niños gritando “Eres mío, mío, mío”, empujándolos a una plataforma como la que se usa para matar cerdos. Los niños aterrorizados son cubiertos por una capucha que los deja ciegos; son llevados a una cabaña aislada en el bosque, donde se convierten en testigos de secretas ordalías y tormentos que cifran la historia de la tribu. No es infrecuente, narran los antropólogos, que algunos de los niños mueran en el curso de estas ceremonias. Finalmente los niños sobrevivientes regresan a la aldea, vestidos con máscaras y plumas como los espíritus que los amenazaron al principio, y participan de la caza de cerdos. Regresan ya no como presas sino como predadores, gritando la misma fórmula que habían escuchado de labios enemigos: “Eres mío, mío, mío”. Entre los Nootka, Kwakiutl y Quillayute, en el noroeste del Pacífico, son los lobos –hombres con máscaras de lobos– que amenazan a los pequeños iniciados, persiguiéndolos a punta de lanza hasta empujarlos al centro de los rituales del miedo; al cabo de esas torturas esótericas son introducidos en los secretos del Culto del Lobo.
La vida de la pequeña Kamtchowsky se inició en la ciudad de Buenos Aires, durante los “años de plomo”; el acceso a la conciencia coincidió con la “primavera alfonsinista”. Su padre, Rodolfo Kamtchowsky, provenía de una familia polaca radicada en Rosario durante la década del ‘30. Era el único varón de la casa; la prematura muerte de su madre lo había llevado a vivir con sus tías. Ya en primero inferior demostró habilidades excepcionales para el pensamiento abstracto; en cuarto grado su maestra de matemática, que había estudiado en la universidad, se refirió con elogios a su inventiva formal. El pequeño Rodolfo fue a contárselo a sus tías, que se asustaron un poco y decidieron que cuando cumpliera trece años lo mandarían a Buenos Aires a estudiar. Rodolfo era un chico alegre, aunque muy tímido; hablaba poco y a veces parecía no registrar lo que le decían. Cuando llegó el momento, Rodolfo se mudó a la casa de otra tía, frente al Parque Lezama. Entró en la escuela técnica Otto Krause y más tarde se recibió de ingeniero en tiempo récord.
Su elección de carrera y su carácter retraído no fomentaban las relaciones con chicas; en la facultad apenas había conocido a dos, y no podía asegurar que reunieran méritos suficientes para adjudicarse la denominación “chicas”; tenían el estilo de retaca amorfa que luego heredaría su hija. Pronto se volvería evidente que el destino y la opción intelectual habían hecho de Rodolfo un elemento forzosamente fiel, monógamo y heterosexual. Era natural que apenas
3 comentarios:
gracias marcelo! ojalá repliquemos pronto aquella mítica feria del libro en Bahía,
beso!
què lindo Marce! me encanta.
más bien, Pola; ya hubo contactos (extraoficiales) con auspiciantes desesperados por participar en la próxima edición de la feria del libro de Bahía.
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