domingo, 31 de octubre de 2010

SUBEN AL RING PARA QUE NO LOS LASTIMEN


Un texto de Gabriel Bañez que leí hace bastante y que recordé en estos días:  

Sea Monkeys

No debe de existir nada más tierno que el box: los boxeadores suben al ring para que no los lastimen. Es lo que no saben quienes ignoran tanto las reglas de este deporte como el origen de sus púgiles. Una de las primeras lecciones de box la tuve en el legendario Luna Park de Buenos Aires, antes de que se llenara de hielo seco y de equilibristas moscovitas. Un tío me llevaba cada sábado a lo que se llamaban las veladas del Luna y me explicaba, desde el ring side, golpe por golpe: los jabs, cómo debían partir los cruzados, el uno dos y luego el gancho seco, pero, sobre todo, cómo había que caminar la lona. Ese era el secreto, con las plantas de los pies en abanico, jamás en paralelo y, de ser posible, marcando la hora: once y diez, dos menos cinco, según. El otro secreto estaba en el aire, en cuándo había que cambiarlo y cómo. "La gente mira los puños, pero en lo que no se ve está el arte". Como en la escritura. Ví peleas increíbles en aquellos años, pero no recuerdo ni una. Sólo pasajes, momentos dramáticos, de dos sin nombre allí arriba. Guardo sin embargo por aquellas noches de luces y cuadrilátero una nostalgia extraña, indócil, que cada tanto me reta. Es como un animalito pidiendo agua, me digo, pero que rara vez suelto por temor a que me muerda. Alguna vez pensé que momentos perfectos como esos del Luna deberían ser embalsamados. Las salidas no eran al box, únicamente. Antes de las peleas caminábamos por Corrientes, Florida, Plaza de Mayo y el Bajo. Luego comíamos pizza y, entre corte y corte, mi tío aprovechaba para adoctrinarme. Me inculcaba maravillas de la Revolución Libertadora y de José María Prada y pestes de Perón y del Mono Gatica. Yo lo escuchaba y a todo decía que sí, obediente, pero muy en el fondo pensaba en mi padre. Una tarde, muy temprano, recuerdo que pasamos por Harrods y que mi tío se detuvo deslumbrado: anunciaban en inglés y con grandes promociones la llegada de los Sea-Monkeys, suerte de monos marinos que venían en sobrecitos granulados como si fueran jugo de naranja para disolver. Mi tío me regaló un sobre, pasamos por Las Cuartetas a devorar pizza, y fuimos al Luna. Al otro día, en casa, seguí las instrucciones: diluí el granulado marrón en agua y dejé el preparado en un fuentón, a la intemperie. Lo cubrí. Dos días después el fuentón amaneció poblado de renacuajos que nadaban eléctricamente. A la semana siguiente los renacuajos ya habían abandonado su condición y se parecían, efectivamente, a monitos de ultramar. Siete días más tarde murieron algunos, pero los que quedaron -siete u ocho- empezaron a abrir los ojos. Me miraban con una tristeza tan ferviente que parecían dotados de humanidad. Los llevé a un piletón y empecé a alimentarlos. Los Sea-Monkeys fueron evolucionando según el prospecto: mutaron a monos Tití, con aletas y miembros inferiores estilizados a la manera de ranas. De perfil parecían simios estirados, de frente -en particular por la melancolía irremediable con que miraban- tenían un aire a criaturas recién abortadas. Me pasaba horas contemplándolos, embelesado. Ellos esperaban su comida -gofio, alimento para peces-, y luego se arracimaban en lucha por su bocado. Cada tanto alguno subía a la superficie y lanzaba una gárgara muda, como saludándome. Entre todos había uno que hacía gestos y me escudriñaba con una sagacidad intimidante. Yo lo reconocía porque alzaba su nariz sobre el agua. Tenía los ojos acuosos, celestes. Una tarde los trasladé a la bañera. Estaban crecidos, pedían comodidades. A la noche, cuando mi padre llegó a casa, entró al baño y escuché su grito. Dijo cosas incomprensibles: que eran abominaciones genéticas, que Harrods era una multinacional infame y que si estuviera Perón en el gobierno esas degeneraciones extranjeras no tendrían cabida. Después se las tomó con los curas -nunca supe cómo hizo para vincularlos- y con mi tío: "Ese hombre y toda la parentela junta son gorilas". Pensé, no sé por qué, que lo que tenía en la bañera eran pichones antiperonistas y me sentí mal. Justo yo, su hijo, criándolos. Cuando se calmó me dio media hora para hacerlos desaparecer. No tenía opción: los saqué del baño uno por uno y, como pude, los llevé a la zanja que circundaba la calle de tierra frente a casa. Al último en trasladar fue al inteligente de ojos celestes. Antes de soltarlo ocurrió algo extraño: movió una aleta y parpadeó como despidiéndose. Lo observé petrificado: lloraba. Creo que le dije algo y lo solté. Él chapoteó en el agua marrón y se hundió. Nunca más lo volví a ver. Cuando regresé a casa mi padre me palmeó en el hombro y me dijo que estaba orgulloso de mi actitud. "Esas aberraciones no se crían, que te sirva de lección", dijo. Yo sentí que era peronista, como él. Muchos años después, casi de casualidad y mientras caminaba por los alrededores de donde había estado la tienda Harrods, recordé la anécdota. Mi padre ya estaba muerto, el Sea-Monkey prácticamente borrado de mi memoria, y el peronismo emocional de aquellos años ya había mutado también en otra cosa. El Luna Park lo mismo. Aunque él, mi padre, jamás entendió el box ni el código de desamparo que se esconde detrás de cada trompada. Es como decía mi tío gorila: "Suben al ring para que no los lastimen". Claro que él, de política, tampoco nunca entendió mucho.

Gabriel Bañez, La Plata, 1951 - 2009

3 comentarios:

Mónica Ortelli dijo...

Muy buen cuento, tierno y con varios hilos de donde tirar. Me resultó conocido el nombre del autor y cuando leí la fechas, recordé quién fue y la circunstancia de su muerte. Esto es lo primero que leo de él. Gracias por acercarlo.

Natalia Martirena dijo...

Un texto muy bueno, la frase suben al ring para que no los lastimen digna de titulo.beso

Jesús Garrido dijo...

me gustó su lectura serena