lunes, 8 de septiembre de 2008

EL ÉXTASIS DE LAS INFLUENCIAS

Otra Parte es una revista de letras y artes dirigida por Marcelo Cohen y Graciela Speranza que va por el número 15 (acaba de salir). El consejo asesor es un lujo y cada número la oportunidad de tomarle el pulso a los problemas y las propuestas más interesantes del arte y la vida contemporáneas. De un número de Otra Parte (no recuerdo cuál porque lo presté) tomo prestados unos fragmentos de El éxtasis de las influencias, de Jonathan Lethem. Y además anuncio que Cohen y Speranza estarán por Bahía Blanca el viernes 12 de septiembre... pero eso es para otro post, esperen novedades.
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"Cuando se vive fuera de la ley hay que eli­minar la deshonestidad." La frase proviene de un policial negro de Don Siegel llamado The Lineup, de 1958, y fue escrita por Stirling Silliphant. El filme aún se muestra en las salas de reestreno, es probable que por la incandescente interpretación que Eli Wallach hace de un asesino a sueldo psi­cópata y por la carrera extensa y sólida de Siegel.
¿Pero cuál era el valor de aquellas palabras -pa­ra Siegel, Silliphant o el público— en 1958? ¿Y cuál era su valor cuando Bob Dylan las oyó (es de suponer que en una sala de reestreno de GreenwichVillage), las remozó un poco y las in­sertó en la canción "Absolutely Sweet Mary"? La apropiación siempre ha jugado un papel cla­ve en la música de Dylan. El cantautor ha hecho uso no sólo de toda una colección de filmes clá­sicos sino también de Shakespeare, F. Scott Fitzgerald y las Confesiones de Yakuza de Jinichi Saga. También incautó el título del estudio de Eric Lott sobre los trovadores (de 2001) para su álbum Love and Theft. La originalidad de Dylan es una con sus apropiaciones.
Lo mismo podría decirse de todo arte. Hace mucho tiempo que la literatura vive en medio del saqueo y la fragmentación. A los trece años compré una antología de escritores beat. Inmediatamente y con gran placer descubrí a cierto William Burroughs, autor de un libro lla­mado El almuerzo desnudo, de quien el libro traía una muestra brillante. Burroughs era entonces el hombre de letras más radical que podía ofrecer el mundo. Y nada, en toda mi experiencia poste­rior de lector, tuvo en mí tanto efecto en cuan­to a las posibilidades de la literatura. Más tarde, tratando de entender por qué, descubrí que Burroughs había incorporado a su obra pasajes de otros escritores, un acto que mis maestros habrían llamado plagio. Algunos de los préstamos provenían de la ciencia ficción norteamericana de los años cuarenta y cincuenta, lo que agrega­ba la sorpresa de otro reconocimiento. Para en­tonces ya sabía que este cut-up method, como lo denominaba Burroughs, era esencial en su obra, y que el autor lo creía casi literalmente empa­rentado con la magia. Burroughs estaba interro­gando el universo con tijeras y pegamento, y el menos imitativo de los autores no era ni por aso­mo un plagiario.


La ansiedad de la contaminación. El collage visual, sonoro y textual fue durante siglos una tradición relativamente furtiva (un centón por aquí, un pas­tiche folklórico por allá), pero en el siglo XX es­talló en el centro de diversos movimientos: fu­turismo, cubismo, dada, música concreta, situacionismo, pop art y apropiacionismo. De hecho podría decirse que, como denominador común de la lista, el collage es la forma de arte predilecta del siglo XX, ni hablar ya del XXI. Pero olvidemos por un momento cro­nologías, escuelas e incluso siglos. A medida que acumulamos ejemplos —la música de Igor Stravinsky y Daniel Johnston, la pintura de Francis Bacon y Henry Darger, las novelas del Oulipo y las de Hannah Crafts, al igual que ciertos textos muy apreciados que se vuelven conflictivos cuando sus admiradores descubren los elementos "plagiados", como las novelas de Richard Condon o los ser­mones de Martin Luther King Jr.— resulta evi­dente que la apropiación, la imitación, la cita, la alusión y la colaboración sublimada son condi­ciones sine qua non del acto creativo, que atra­viesan todas las formas y los géneros del ámbito de la producción cultural.
La mayoría de los artistas responden a la vo­cación cuando la obra de un maestro despierta su incipiente talento. Es decir, la mayoría de los artistas llegan al arte por vía del arte. Encontrar una voz propia no es simplemente vaciarse y pu­rificarse de palabras ajenas sino adoptar y acep­tar filiaciones, comunidades y discursos. La ins­piración puede llegar al recordar una experiencia que no se ha vivido nunca. La invención, hay que admitir con humildad, consiste en crear no a partir del vacío sino del caos. Todo artista co­noce estas verdades, no importa cuán hondo ocul­te el conocimiento.


Rodeados de signos. Los surrealistas creían que los objetos poseen una intensidad indetermina­da que el uso y la vida cotidiana han opacado. Pretendían reanimar esa intensidad latente para acercar la mente a la materia que conforma el mundo. Entendían que la fotografía y el cine eran capaces de lograrlo automáticamente; el proce­dimiento de enfocar objetos con una lente a me­nudo bastaba para crear la carga que se preten­día. Al describir este efecto, Walter Benjamin comparó el aparato fotográfico con los métodos psicoanalíticos de Freud. Así como las teorías de Freud "aislan y vuelven analizables cosas que has­ta el momento han pasado inadvertidas para la corriente de la percepción", el aparato fotográ­fico enfoca "detalles escondidos de objetos fa­miliares", para revelar "nuevas formaciones es­tructurales del sujeto".
También los novelistas podemos echar una mi­rada al material del mundo, pero a veces nos cri­tican por hacerlo. A los que crecieron antes de la televisión, el despliegue mimético de los ico­nos de la cultura popular les parece, en el mejor de los casos, un amaneramiento molesto y, en el peor, una banalidad peligrosa que compromete la seriedad de la ficción andándola fuera de la eternidad platónica, donde debería residir! ¿Pero es así? Nací en 1964; me crié mirando dibujos animados, alunizajes, millones de anuncios pu­blicitarios y series como M*A*S*H*. Nací con palabras en la boca — "coca", "Xerox"— que nom­bran objetos tan fijos y eternos en la logósfera como "taxi" o "cepillo de dientes". Para mí el mundo es un hogar lleno de productos de la cultura popular y sus emblemas. Crecí además inun­dado por parodias que reemplazaban a origina­les a veces misteriosos: conocí a los Monkees antes que a los Beatles, a Belmondo antes que a Bogart, y "recuerdo" la película Verano del '42 gracias a una sátira que apareció en la revista Mad, aunque no he visto nunca el original. No soy el único que nació al revés en un ámbito incohe­rente de textos, productos e imágenes, el entor­no de cultura y comercio mediante el cual suplementamos y obliteramos el mundo natural.

Jonathan Lethem, El éxtasis de las influencias, en revista Otra Parte, nº?, ?, Buenos Aires.

2 comentarios:

ViC dijo...

Pareciera que algo contrasistémico que creo, por suerte sucede, es que los símbolos humanos toman tal abstracción, vida propia, que terminan generando aquello totalmente distinto a lo que el racionalismo del momento impone.
La presencia, la constitución de la vida social a partir del collage, borra las nociones de originales, o derechos de autor. Los cuales son totalmente tiránicos y absurdos.
Aunque generacionalmente, quedo afuera de varias cosas, me gustó mucho el texto. Saludos,

Marcelo Díaz dijo...

Yo soy de la generación de Lethem, y comparto esa sensación de haber nacido en un mundo al revés. Coincido con vos Vic, en la constitución de la vida social a partir del collage. Pensemos nomás que cada vez que hablamos hacemos collage con palabras que existen desde antes que nosotros, que usan otros, y que aún así nos las ingeniamos para que suenen nuestras.