Hará unos veinte años, tal vez más, la profecía científica decía que con el deshielo de los casquetes polares y la consecuente subida del nivel del mar Bahía Blanca pasaría a estar bajo las aguas, como la Atlántida. Digno final, cinematográfico, para una ciudad que a fines del siglo XIX imaginaba convertirse en la Nueva York de Sudamérica. Ahora, mientras esperamos la inundación que nos otorgue la "Gloria Mundial" que nos vaticinó el Himno de la ciudad, parece que vamos a morir de sed, o algo por el estilo. En vez de la pompa delirante del himno, lo que escucho es un locutor pidiendo que cuidemos el agua, cosa que sin duda haría, si tuviera, porque desde hace unos meses en mi casa y en muchas casas vecinas sólo hay agua a la mañana, hasta el mediodía. Vamos camino a otra postal cinematográfica, pero ya no hollywoodense, sino de cine clase B: "La ciudad de los zombies sedientos", o algo así. El reverso, en todo caso, de ese discurso del progreso que inundaba de promesas los periódicos decimonónicos, y que puso un pie en el siglo XX vociferando riqueza, abundancia, destino de grandeza, esas cosas. Cosas que de algún modo sedimentaron en nuestras palabras, en nuestras imágenes de una ciudad ideal, sin conflictos, segura de sí misma, sin contradicciones: fantásmas semióticos, como dice el cuento de William Gibson, El contínuo de Gernsback:
Eran rubios. Estaban de pie junto a su automóvil, un aguacate de aluminio con una aleta central de tiburón y ruedas lisas y negras como las de un juguete infantil. El rodeaba con el brazo la cintura de la muchacha, y señalaba hacia la ciudad. Ambos estaban vestidos de blanco: ropas holgadas, las piernas desnudas, zapatos de un blanco inmaculado. Ninguno parecía advertir mis luces. El decía algo que era sabio y fuerte, y ella asentía, y de pronto me asusté: un susto distinto. La cordura había dejado de ser un problema; sabía, por alguna razón, que la ciudad a mis espaldas era Tucson: un sueño que Tucson había proyectado arrancándolo del sueño colectivo de toda una época. Que era real, completamente real. Pero la pareja frente a mí vivía en él, y ellos me asustaban.Eran los hijos de los ochenta que nunca fueron, los ochenta de Dialta Downes; los Herederos del Sueño. Eran blancos, rubios, y probablemente de ojos azules. Eran americanos. Dialta había dicho que el futuro había llegado a América primero, pero que había pasado de largo.
¿Cuáles son aún hoy nuestros fantasmas semióticos? ¿Seguimos repitiendo, como zombies, "acá tirás una semilla de lo que sea y crece sola"? ¿Ese es en el fondo El Sueño de la oligarquía latifundista que alimentó a esta ciudad: riqueza que crece sola, sin la necesidad de trabajadores, siempre tan molestos, como en su momento fueron molestos los indios? La radio esta mañana se reparte entre publicidades que reúnen "verde" y "progreso", como si fuesen sinónimos, y los mensajes sobriamente alarmantes que piden cautela en el uso del agua, para no morir de sed. Progreso y desierto, como dice un post anterior, reunidos a fines del 2009, como fantasmas semióticos que se desplazan por la ciudad.
El cuento completo de Gibson, altamente recomendable, acá. Y les dejo un video de Messer Chups, banda soviética (empezaron en el 99) ahora rusa, absolutamente demente, clase B, y especialista en mezclar restos musicales y gráficos para darnos algo así como pesadillas bailables.
Eran rubios. Estaban de pie junto a su automóvil, un aguacate de aluminio con una aleta central de tiburón y ruedas lisas y negras como las de un juguete infantil. El rodeaba con el brazo la cintura de la muchacha, y señalaba hacia la ciudad. Ambos estaban vestidos de blanco: ropas holgadas, las piernas desnudas, zapatos de un blanco inmaculado. Ninguno parecía advertir mis luces. El decía algo que era sabio y fuerte, y ella asentía, y de pronto me asusté: un susto distinto. La cordura había dejado de ser un problema; sabía, por alguna razón, que la ciudad a mis espaldas era Tucson: un sueño que Tucson había proyectado arrancándolo del sueño colectivo de toda una época. Que era real, completamente real. Pero la pareja frente a mí vivía en él, y ellos me asustaban.Eran los hijos de los ochenta que nunca fueron, los ochenta de Dialta Downes; los Herederos del Sueño. Eran blancos, rubios, y probablemente de ojos azules. Eran americanos. Dialta había dicho que el futuro había llegado a América primero, pero que había pasado de largo.
¿Cuáles son aún hoy nuestros fantasmas semióticos? ¿Seguimos repitiendo, como zombies, "acá tirás una semilla de lo que sea y crece sola"? ¿Ese es en el fondo El Sueño de la oligarquía latifundista que alimentó a esta ciudad: riqueza que crece sola, sin la necesidad de trabajadores, siempre tan molestos, como en su momento fueron molestos los indios? La radio esta mañana se reparte entre publicidades que reúnen "verde" y "progreso", como si fuesen sinónimos, y los mensajes sobriamente alarmantes que piden cautela en el uso del agua, para no morir de sed. Progreso y desierto, como dice un post anterior, reunidos a fines del 2009, como fantasmas semióticos que se desplazan por la ciudad.
El cuento completo de Gibson, altamente recomendable, acá. Y les dejo un video de Messer Chups, banda soviética (empezaron en el 99) ahora rusa, absolutamente demente, clase B, y especialista en mezclar restos musicales y gráficos para darnos algo así como pesadillas bailables.
5 comentarios:
Qué buen cuento! Me arrimo cada tanto a la ciencia ficción pero no conocía a Gibson, yo me quedé en Philip Dick
Bueno, hay quien se quedó en los 90, quien se quedó en el 45, quedarse en Dick no está nada mal ¿la M es de Mario, Marta o Mr?
Ah, los messer eran soviéticos! Por eso no los encontraba en Google. Yo los hacía alemanes, y sediento escribía “Chopps”.
M de Mauricio
Claro, Mauricio, cómo no se me ocurrió?
Nico, se ve que la mezcla de vanguardia rusa, stalinismo y glassnost produce esta música tremenda. En Alemania son más serios, por favor...
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